domingo, 6 de febrero de 2022

VICENTA JIMENO, LA PRIMERA MÁRTIR DE LA LIBERTAD

 

Fuente: «Los mártires de la libertad española», de Victoriano Ameller y Mariano Castillo, Tomo I, Madrid-1853, págs. 290-298.

Durante la Primera República, y tras votarse que fuera una República Federal el 8 de junio de 1873, los colegios públicos de El Puerto de Santa María (Cádiz) cambiaron sus nombres, la mayoría católicos, por los de insignes repúblicos y mártires de la libertad (Guillén Martínez, Sixto Cámara o Abraham Lincoln). En el caso de los colegios de niñas, el de Nuestra Señora del Rosario en el ex-convento de San Agustín llevó el nombre de «Mariana Pineda», muy conocido por todos, pero el otro, el que estaba situado en el Hospitalito, el de la Inmaculada Concepción, se le llamó Colegio de niñas «Vicenta Jimeno»1. Quizá, el primer día de clase del curso 1873/74, a las niñas portuenses del popular «Barrio alto», su maestra Ana Rodríguez de Acevedo les contó esta historia…


¿Os acordáis de Carlos I de España y V de Alemania, que fue emperador desde 1520? ¿Sí? Pues en esa época, ya entrada en la Edad Moderna, y un año antes de las revueltas emprendidas por los Comuneros de Castilla, se inició en Valencia la considerada como la primera revolución social de occidente. Se conocieron como las Germanías (o hermandades, pues germà significa «hermano» en valenciano) y comenzaron en 1519 como una unión fraterna de los gremios de artesanos contra el despotismo feudal que ejercían los nobles.

Os voy a contar la historia de una humilde y valiente mujer que perteneció a estas Hermandades y que sufrió un cruel martirio por sus virtudes ciudadanas y su amor desmedido a la libertad y al pueblo. Toda una heroína que hay que recordar.

Vicenta Jimeno había nacido en Valencia en la céntrica calle Nuestra Señora de Gracia, hija de un modesto artesano. Los padres, por razones de conveniencia económica, la desposaron con un rico sombrerero que tenía su casa y establecimiento en la calle Zaragoza. Su marido, «hombre de malas cualidades y con quien no podía ser feliz», era un furibundo realista, así como todos los dependientes de la sombrerería. Vicenta, educada en el movimiento de las germanías y en el amor al pueblo, oía con repugnancia las conversaciones egoístas que tenían lugar en la tienda, unas veces entre los dependientes y su marido, y otras veces en boca de las autoridades y poderosos del bando nobiliario que allí concurrían a proveerse de géneros. En varias ocasiones, no pudiendo ya sufrir en silencio los insultos groseros que proferían, reconvenía a su marido incomodada de que se hablase mal de las gentes del pueblo y que se aplaudiesen las barbaridades que consentían y mandaban ejecutar el gobernador Luis de Cabanillas y el juez mayor Hernando de Torres.

- Los nobles -decía un día un sirviente de la sombrerería- son gente muy buena, y si no fuera por ellos nuestro establecimiento no tendría tanta reputación y tanto beneficio. Yo perdería la vida por salir en su defensa contra sus enemigos que son unos canallas.

- Es verdad, mi amo -añadía otro dependiente-, esas gentes que tanto critican a la nobleza son de miserable catadura.

- Esta mañana -decía otro- los alguaciles han cogido en la plaza a uno protestando, y antes de que llegue la noche, sin que lo sepan sus parientes que habitan en el arrabal de Ruzafa, pagará con la vida, pues el señor Cabanillas ha mandado que lo ahorquen en seguida.

- ¿Y por qué protestaba? -interrumpió Vicenta, interesándose por la suerte del infeliz y comprendiendo que acaso fuese inocente.

- Decía mil improperios contra un señor noble porque anoche pegó de palos a su hijo, y por cierto que hizo bien, porque no debía permitir que le faltase al respeto pidiéndole de mala manera una pequeña suma de dinero que le debía.

- Pero si se la debía, ¿por qué no la había de pedir? -replicaba Vicenta-. Acaso se la reclamaría incomodado por no poder conseguir que le satisficiera la deuda, y entonces es una tropelía el querer privar de la vida a su padre. ¡Qué cosa más natural que en lance semejante el padre defienda al hijo contra el despotismo de los nobles!

El sombrerero atendía con insufrible intolerancia las frases de sus esposa, y exclamaba furioso:

- Calla, Vicenta, deja que le ahorquen; ¿a ti qué te va ni te viene para meterse en eso? ¡Que le lleve el diablo!...un escarmiento más para ese insolente populacho.

- Es extraño que así te expliques, pues tu mismo no eres noble.

- ¡Pero son los nobles los que me dan de comer!

- ¿Y por eso alabas de esa forma sus injusticias?

- ¡Calla, te digo otra vez, Vicenta, no me importunes con tus réplicas!

Llorosa e indignada salía Vicenta de la tienda exhalando suspiros y diciendo para sí: «¿por qué, Dios mío, hemos de sufrir en Valencia tantos ultrajes de esos nobles pervertidos que ni trabajan ni son útiles a la sociedad? Todos los días pegan, todos los días matan, todos los días ahorcan, todos los días sacan tributos… Pueblo valeroso, ¿a qué esperas para rebelarte?

Episodios como este se sucedían con frecuencia entre ambos esposos y la convivencia dejó de ser pacífica. Enterados los padres de los continuos desencuentros y discusiones, acordaron el divorcio y Vicenta se marchó a la casa paterna en la calle Nuestra Señora de Gracia, llevándose consigo un niño de cinco años, fruto del matrimonio con el fabricante de sombreros.

El nuevo domicilio de Vicenta era el foco de la Germania: allí vivía no solo Vicente Peris, terciopelero y comandante en jefe militar de los agermanados, sino casi todos los pelaires o cardadores de lana de Valencia, que eran mayoría entre los rebeldes, y de sus labios no salían otras palabras que «¡viva la libertad!» y «¡abajo los tiranos!». De modo que Vicenta pudo entregarse libremente a sus hermosos sueños, recreándose en la contemplación del bello porvenir que auguraba a Valencia.

Desde que el pueblo había obtenido del emperador Carlos la autorización de armarse ante las incursiones de los piratas moriscos, muchos lo habían hecho para acudir a los rebatos que cada vez eran más frecuentes, porque cada injusticia y tropelía que cometía un noble, no era ya sufrida en silencio, sino que producía una llamada de alarma en el pueblo, y el ambiente reflejaba una próxima insurrección, pues ya miraban con profundo respeto a los jefes del pueblo que muy pronto exigirían el respeto a su dignidad y la concesión de sus derechos usurpados.

Cuando Vicenta veía pasar por la calle a uno de esos artesanos, jefes populares de gran prestigio, se alborozaba su corazón, se ponía en movimiento y avisaba a las vecinas, sacando al balcón a toda su familia y los aclamaba con todo su entusiasmo: «¡Ahí pasa Guillem Sorolla, ahí pasa Vicente Peris; Dios dé buena ventura a los defensores del pueblo concediéndoles una completa victoria contra los pícaros nobles; bendecidlos, vecinos, que son liberales y defienden nuestra causa!».

Entregada ya a su idea política, en las fiestas del barrio y en las conversaciones de calle, no descansaba ni un momento excitando el patriotismo de las mujeres y alentando a los hombres a que se sumaran al levantamiento que habría de librar a Valencia del fiero despotismo que sufría.

Un día pasaron por su calle los últimos nobles que en la ciudad habían quedado, y al verlos cuando estaba vistiendo a su hijo, lo tomó en brazos, y sacándolo al dintel de la puerta, le dijo que mirara a los que estaban pasando.

- ¿Por qué he de mirar , madre? -respondió sencillamente el niño.

- Porque así podrás ver cómo son los nobles, a fin de que cuando seas mayor puedas decir que un día viste a alguno, pues ya no verás a ninguno más.

Cuando ya estaba nombrada la Junta de los Trece que gobernaba a las ciudades donde se habían establecido las Germanías, un suceso sirvió de motivo para el levantamiento del pueblo, cumpliendo así los deseos de Vicenta: Se estaban llevando a un humilde artesano al suplicio sin juicio ni proceso de ningún tipo, como a cada momento sucedía, y el pueblo, puesto en armas, lo arrebató a la justicia, dejándolo libre y comenzando así un terrible combate que no culminó hasta que el pueblo se hizo dueño de la ciudad de Valencia.

Vicenta Jimeno participó en la lucha, y con la valentía y decisión que había demostrado ese día, llegó a ser conocida en la ciudad de Valencia como una hermana que proporcionaba una ayuda prodigiosa a la causa del pueblo. Todo el mundo se complacía de verla y conocerla. En todas partes la saludaban con veneración; siempre iba seguida de un séquito numeroso, porque convertida de repente en tribuno, puede decirse que jamás se había oído a una mujer hablar más sentidamente a los corazones populares, ni hacerlo con una expresión más dulce ni más persuasiva. Apresurábanse a oírla las gentes, y los jefes del partido popular también le pedían consejo en algunos asuntos importantes: así es como la sencilla y humilde Vicenta Jimeno ocupó un puesto privilegiado en aquellos asombrosos sucesos.

Jamás salía una expedición de agermanados a guerrear contra los realistas sin que la heroína fuese a despedirlos, a animarlos, a infundirles valor y lealtad, y a recordarles que de sus esfuerzos dependía el bien del país, la libertad del pueblo, la justicia de todos. Eran escenas para las que no hay palabras...Vicenta daba consejos para soportar las fatigas de la guerra, y mientras, ella, se quedaba esperando los combates que tendrían lugar en la ciudad. Su aspecto de resolución y la osadía de su lenguaje incisivo encendía los corazones de los agermanados, que a continuación marchaban vibrando a defender los santos fueros del pueblo.

Con las noticias de cada triunfo popular, aparecían los balcones de Vicenta colgados de tapices y ornados de luces por la noche. Vicenta le contaba a su hijo todos los detalles de la guerra que estaban librando, especialmente las acciones más atrevidas, explicándole cuanto pasaba con reflexiones morales que lo encaminasen a ser esclavo de la virtud y de las leyes, pero jamás sumiso a la tiranía ni a los tiranos. Aunque esposa infortunada, Vicenta era cada día una madre más feliz y una ejemplar ciudadana.

Era de suponer que al finalizar el alzamiento popular fuese inmolada en represalia por su activa y destacada participación, y aun cuando lo ya hecho era bastante motivo para atraerse la feroz enemistad de la nobleza, el siguiente suceso acrecentó aún más sus iras, y constituyó el colmo del heroísmo en la defensa de las germanías.

Tras la sonora victoria del ejército de Peris sobre las tropas de virrey Diego Hurtado de Mendoza en el verano de 1521, el movimiento popular fue perdiendo la iniciativa y Vicente Peris se atrevió a realizar una última acción para reavivar las Germanías. Entró en Valencia y se acomodó en su casa dispuesto a emprender la batalla en su propio barrio, con su gente. Allí se librará una de las últimas batallas del movimiento popular buscando que los rayos del sol de la libertad siguieran alumbrando la ciudad de Valencia. Enfrente tenían a los ejércitos del marqués de Cenete, hermano del virrey, que estrechó el cerco sobre el barrio de Peris y de Vicenta Jimeno.

Los balcones y azoteas de la calle de Nuestra Señora de Gracia se presentaban llenos de gentes, mujeres, ancianos y algunos niños, que se disponían a animar a los agermanados y a lanzar objetos a los imperiales para ayudar en la lucha. Sin embargo, las tropas del marqués no dejaban de avanzar por la larga y estrecha calle, con las balas y los dardos cruzando los aires; el humo de la pólvora empañando el aire; y las voces y gritos multiplicándose. La valerosa Vicenta Jimeno, colocada en el balcón de su casa, expuesta al plomo de los realistas, exhortaba a las fuerzas populares con una elocuencia extraordinaria para que no desmayaran. Aquella voz sonora parecía la de un ángel en medio de las tinieblas. Pero no conseguía su propósito y el pueblo seguía retrocediendo sumido en una gran confusión.

El hermano del virrey de Valencia emprendió un nueva ofensiva y ya estaba pasando por debajo de las ventanas de Vicenta, cuando, sin pensarlo dos veces, cogió un tiesto de claveles y lo tiró con rabia sobre el marqués, con tal acierto que allí cayó tendido como muerto, teniendo que llevarle los suyos a una casa inmediata para curarle las heridas que había recibido en la cabeza. En ese momento, Vicenta no dudó en bajar a la calle y animar al pueblo para que aprovecharan el momento de desconcierto y lanzaran un nuevo y definitivo ataque. Pero ya era tarde; los agermanados no se habían apercibido de la acción de la joven heroína y se dispersaron por las calles cercanas replegándose.

El intento de Vicenta fue infructuoso y poco después fue hecha prisionera entre la ferocidad de la soldadesca y conducida a la cárcel en medio del maltrato y de los mayores insultos proferidos por la chusma realista. Aquella noche la pasó en capilla preparándose para el cadalso.

Al alba del día siguiente, sacaron de la cárcel a Vicenta, que apenas había cumplido los treinta años, y entre una ruidosa escolta de soldados la llevaron a la Plaza del Mercado para ejecutarla. Sin embargo, después de exponerla ante la multitud, la condujeron a su propia casa. ¡Oh, bárbara crueldad de los reaccionarios! Las escaleras del patíbulo fueron las escaleras de la casa paterna; la horca que iba a sostener el cuerpo de la heroína fue colocada en la misma ventana donde arrojó la maceta que hirió al caudillo enemigo. El verdugo la estranguló y su cuerpo quedó colgando de la ventana a la vista del vecindario lloroso y horrorizado. Era el 3 de marzo de 1522.

Vicenta murió sin temblar, sin pedir clemencia ni mostrar debilidad y las lágrimas que salieron de sus ojos camino del suplicio fue por la memoria de su hijo, manifestándolo así terminantemente, ¡que no se creyera que las vertía por flaqueza o arrepentimiento! Su cuerpo no fue descuartizado y expuesto después de muerta por razón de ser mujer; horror inhumano que si sufrieron Peris y sus agermanados al ser ejecutados. ¡Que las mujeres odien a la tiranía como lo hizo Vicenta e inculquen en la infancia sus ideas de libertad, de justicia y de bien público! ¡Que su espíritu y constancia de lucha y sacrificio sirvan de modelo para sufrir los golpes inevitables de la tiranía!


Texto basado y adaptado de:

- «Panteón de los mártires españoles sacrificados por la libertad y la independencia. Tomo I», de Luis Cucalón y Escolano. Imprenta de Manuel Álvarez, Madrid-1848, págs. 345-347.

- «Los mártires de la libertad española», de Victoriano Ameller y Mariano Castillo, Tomo I, Madrid-1853, págs. 290-298.

 

1Juan Gómez Fernández, «Formar hombres de bien: La enseñanza en el Puerto de Santa María en el siglo XIX»-Universidad de Cádiz-2006, pág. 50.

ANTONIA FERNÁNDEZ SERVÁN, ANTIFASCISTA, COMUNISTA Y PRIMERA TENIENTE DE ALCALDE DE LA CÓRDOBA (1936)

  Imagen : A la izquierda, primera plana de La Voz (diario republicano de C órdoba) del 25 de marzo de 1936: «Constitución del Ayuntamiento...